Casarme con un hombre que apenas conozco para salvar a mi familia de la ruina.
Podría haber sido sencillo, si mi prometido fuera cualquier otra persona.
El día de nuestra boda, mi futuro esposo llegó al juzgado como una nube negra que se cernía sobre Manhattan. Walt no esbozó sonrisas ni bromeó mientras intercambiábamos votos vacíos frente al juez.
Su desdén hacia mí era tan palpable que supuse que saldríamos de aquella ceremonia y reanudaríamos nuestra programación habitual. Pero entonces el destino me dijo: "Sujétame la cerveza. Yo me encargo.
En desesperada necesidad de ayuda y sin ningún otro lugar al que acudir, no tuve más remedio que ignorar una regla crucial de nuestro contrato: sólo contactar con el Señor Jennings II en caso de emergencia. Pero bueno, ¿qué es un poco de letra pequeña entre marido y mujer?
Resulta que Walt es muy estricto con la legalidad, creo que es su idioma del amor. Oh, y su actitud en el juzgado no fue un engaño. Mi supuesto esposo es un idiota. Él toma lo que quiere sin tener en cuenta a los demás, especialmente a MÍ, su ruborizada novia obligada por contrato.
Sabía que la vida con Walt no sería una luna de miel, pero un matrimonio de cualquier tipo debería tener unas cuantas garantías estándar:
Tener y conservar.
En la riqueza y en la pobreza.
En la salud y en la enfermedad.
Pero después de experimentar la versión de Walt de la felicidad conyugal, digo que nos olvidemos de toda esa mierda del amor y me llevemos directamente hasta que la muerte nos separe.
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