Recuerdo la primera vez que vi a Sutton Barnett perfectamente, como un instante suspendido ante mis ojos. Recuerdo su camisa azul descolorida sobre una piel bronceada que había visto incontables horas de sol veraniego. Sus hombros salpicados por gotitas que caían de su cabello aún húmedo sobre la tela. Rodeó el final de la escalera y nuestros ojos se cruzaron solo una fracción de segundo antes de que apartara la mirada, pero fue suficiente para que yo supiera en ese mismo instante que ya nada volvería a ser lo mismo.
Y tenía razón. A los trece años, había predicho exactamente lo que pasaría. Hay cosas que sabes que son absolutamente inevitables, y Sutton lo era para mí. La única cosa de la que no podría escapar sin importar lo lejos o rápido que corriera. Pero la distancia sólo me hacía desearlo más. El tiempo intensificaba el profundo dolor que no podía eludir por mucho que lo intentara. Lo amaba tanto que me dolía. Pero también lo odiaba casi con la misma intensidad.
Durante años, encontré consuelo allí, en el espacio entre el amor y el odio. Pero incluso yo sabía que no podía quedarme allí para siempre, que un día me vería obligada a enfrentarme de nuevo a Sutton. Sólo desearía haber estado mucho más preparada cuando ese día finalmente llegara...
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