Ya no recuerdo si los ojos de mi abuelo eran azules o verdes, pero nunca olvidaré la forma en que se arrugaban en las esquinas cuando se reía de uno de sus propios chistes. O la forma en que brillaban con picardía cuando me contaba historias sobre las criaturas mágicas que habitaban en el bosque detrás de su humilde granja irlandesa de ovejas: hadas tímidas a las que les gustaba comer galletas, brujas crueles a las que les gustaba comerse a los niños, un espíritu del lago malhumorado al que le gustaban los regalos caros.
De niña, creía cada palabra fantástica. Pero cuando me advirtió sobre el niño mudo que también merodeaba por aquellos bosques, el que el cura había declarado que era el engendro del mismísimo Satanás, me negué a escuchar. Kellen no era malvado. Era amable, hermoso, especial, y sufría. Era mi amigo. Y con cada verano robado que pasé con él en esos bosques encantados, se convirtió en mucho más.
Pero cuando regresé a Glenshire de adulta, afligida y comprometida con otra persona, todas esas leyendas se transformaron rápidamente en pesadillas.
Mi abuelo había tenido razón en todo, especialmente en lo que respecta al niño.
Si sólo hubiera escuchado.
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